LA HERIDA Y EL CUCHILLO
Por Alberto Giudici
Ensayo publicado en el catálogo de la muestra de D. Zorreguieta "love/romance" en el Museo CoBra de Arte Moderno, Amstelveen.
Desde su primera muestra individual en la ciudad de Buenos Aires (Galería Van Riel, 1988) Dolores Zorreguieta ha utilizado amplia gama de técnicas y soportes. A pesar de esta multiplicidad de recursos expresivos, un fino y sensible hilo sutura el conjunto de su producción, marcado por una recurrente, incisiva y atormentada incursión por las relaciones humanas, en especial la de mujer-hombre y las tensiones de la sexualidad como punto de encuentro-desencuentro que, irresuelto, deja a la persona ante el gran interrogante del existir. O, fundamentalmente del subsistir y del convivir con su conciencia acosada. Ese complejo entramado entre los seres humanos, aun en sus aspectos más íntimos como los afectos o el amor, son para Zorreguieta, relaciones de poder donde cada criatura termina aferrada a su yo, como una fiera agazapada que es, en última instancia, su desolada orfandad y al mismo tiempo su escudo. La experiencia de ser es defensa devenida ataque, o como ella afirma citando a Baudelaire: "Soy la herida y el cuchillo". Un lobo en la inmensa e inabordable estepa del destino humano.
En marzo de 2001, coincidiendo con el Día Internacional de la Mujer, se realizó en Buenos Aires una muestra titulada Autorretrato, que reunió trabajos de 131 relevantes artistas argentinas de tres generaciones, elegidas por 26 curadoras. El de Dolores no podía ser más significativo. Consistía en una autofoto intervenida que recortaba su rostro de modo que la boca, agresivamente abierta, ocupaba el centro expandido de la imagen. Del fondo de la garganta —con el foco de la toma clavado en la laringe— emergía una cuerda metálica flexible y un pequeño monstruo de cerámica, similar a los que exhibe ahora en el COBRA Museum, unido a su extremo, con sus fauces igualmente feroces. Un alarido ciego que daba sentido al título: Yo quería ser indómita develaba quizás una fantasía incumplida, la materialización simbólica del deseo no realizado. En el contexto de la muestra, indirectamente marcaba una actitud del rol que le cabía como mujer frente al mundo que la rodea.
Hay por supuesto en Dolores una firme postura de género pero ello indica, ante todo, el lugar desde donde mira el desgarramiento que la persigue. “Mi obra está centrada en las heridas más profundas y primarias y en la constante negociación entre nosotros y el dolor.” Lo autorreferencial, desde su condición de mujer, no es necesariamente autobiográfico; al menos en un sentido literal. Podría mejor conjeturarse que a partir de su experiencia vital, de sus más hondas y a menudo dolorosas vivencias, la artista construye una filosofía de la existencia. Heridas, carne viva, son términos habituales en el vocabulario de Dolores Zorreguieta cuando remite a su producción. Incluso, a su tercera muestra individual en Argentina (en el Centro Cultural Recoleta, 1995) la tituló precisamente: Heridas: obras sobre papel. Un año más tarde, en julio de 1996, en Nueva York, realizó una obra de considerables dimensiones (160 x 160 cm.) donde combinaba pigmentos; acrílicos; y reproducía en pintura una fotografía de Dolores niña, sentada a la derecha del cuadro, con una muda angustia en la mirada mientras un inmenso monstruo sanguinolento, con su desmesurada cabeza y sus enormes fauces abiertas, se abalanza sobre ella. Esta obra de desesperada tensión, Loli y el Monstruo, en gran medida parecía el reverso de ese autorretrato donde el monstruo estaba en ella, era en ella. Podríamos presumir que unos y otros son los mismos: están en sus terrores infantiles, en sus miedos, en su yo atormentado. En el sentido formulado por Kierkegaard en su Tratado de la Desesperación: “La eternidad no te ha reconocido como suyo, no te ha conocido o, peor aún, identificándote, ¡te clava a tu yo, a tu yo de desesperación!”. Trágica condición del creador prometeico condenado por haberse rebelado al designio de los dioses y de los hombres.
Esa rebelión y esas ataduras se vieron hace tres años, cuando en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, Zorreguieta exhibió parte de su producción pictórica realizada en la década del noventa. El cuerpo femenino lacerado, lastimado, cubierto de apósitos junto a viejas fotos familiares, era el eje que sostenía la serie de pinturas expuestas, de una impresionante consistencia plástica. En El cuerpo herido—acrílico de 200 x 184 cm., 1995— Zorreguieta cubrió la totalidad de un cuerpo con vendas, sin que ese “ropaje” alcanzara a absorber la sangría. Puestas una al lado de otra en hileras, parecían, en efecto, el tramado de una malla cubriendo infructuosamente un cuerpo violentado. Zorreguieta ha dicho hace poco, durante los preparativos de la muestra en el COBRA Museum, que no le teme a la recurrencia obsesiva de una idea nodal presente en su obra, y más aún cuando los senderos por los que transita su imaginario visual son siempre distintos. Difícil no asociar el “tejido” sangrante de ese El cuerpo herido de hace una década con su reciente La red, de 3,75 x 4 x 4 metros (agregué la altura), la obra de mayores dimensiones de la muestra, una red colgada del techo que, según la artista, en algunas partes parecen vísceras sangrantes. Mientras la armaba, alguien que la vio tuvo una incierta percepción: no poder discernir si se trataba de una red de protección, como la que usan los trapecistas, o una para atrapar. “Ahí dio en la tecla, es justamente la ambigüedad lo que me interesa. A esto agregaría que no se sabe si la red está empapada de la sangre de una víctima, o si la red misma es la criatura aprisionada. Yo la siento como un animal”. Víctima o victimaria, la red puede ser malla protectora o ente herido.
Una misma ambivalencia de sentidos aparece también en Quilt, denominación de un tipo de manta característica de la cultura rural de los Estados Unidos, confeccionada con retazos, como el Patchwork. Los cuadrados están suturados con hilo negro. Del tamaño de una manta matrimonial, está puesta en el piso, pero no totalmente plana. Según la artista, la gente que la ve siente que es carne: “Esa fue mi intención: en carne viva”.
Ese juego de equívocas simbiosis es una constante que da la pulsación de toda su producción a la que ella misma percibe como una única pieza musical en la que cada obra es una variación sobre el mismo tema. El dato no es menor, porque siempre en su trabajo la resolución formal es el andamiaje de la construcción dramática y narrativa. Significante y significado diluyen sus fronteras. Los procedimientos son el contenido.
Un notable ejemplo de ello es el video nosotros, de 13 minutos de duración, que atrapa jirones en la vida de una pareja cualquiera, cargada de tensiones, espesos silencios y mutuos rencores que intermitentemente estallan en la evocación de los buenos momentos pasados o en el reproche de un deterioro inexorable. La densidad de esta historia cotidiana está anclada precisamente en el procedimiento elegido. La artista enmascaró buena parte de la pantalla de modo que solo un rectángulo vertical en el centro del cuadro funciona casi como una puerta. Lo que sucede está del otro lado convirtiendo al que mira en un voyer incómodo. Al igual que en una de las más celebradas producciones de Alfred Hitchcock, Desde la ventana, el espectador está atado a un punto de vista único, que en el caso del film es el del protagonista inmovilizado en una silla mientras de a retazos hilvana la trama de un posible crimen. El mismo esquema se repite en nosotros: el enmascaramiento de la pantalla crea una barrera, el impedimento de ingresar en la escena, participar de una ilusión de realidad que le es negada. Entre tanto, los personajes aparecen y desaparecen del ojo de la cámara —que es el del que mira— y que solo puede atrapar una historia igualmente entrecortada. Silencios, vacío, hastío, nostalgia y una intensa noción de pérdida es el clima que se respira.
Aunque con un propósito distinto, este efecto de distanciamiento reaparece en Fotonovela, una instalación de 66 diminutos relicarios puestos en fila a modo de friso, que relata en tono paródico, una historia deliberadamente banal: la del encuentro de una mujer y un hombre, la relación que irán anudando, la fantasía femenina de un amor que no excluye el deseo carnal apasionado, explícito, hasta un final acorde con este género bizarro. El primer fotograma de la historia es el rostro sonriente, esperanzado de la mujer; el último, igualmente sonriente, aunque se percibe hipócrita, el del hombre. La fotonovela, como el melodrama decimonónico, no tiene medias tintas: el desenlace o es “feliz”, el amor eterno, o decididamente trágico, lo que presupone la inmolación femenina como una condena divina por haber franqueado la prohibición del placer. Cada relicario, que contiene una foto ovalada de apenas 1,6 x 2,1 cm., tiene el mismo efecto perturbador que la máscara del video antes reseñado: obliga al espectador a un voyerismo minucioso, grosero, que lo hace cómplice de esta secuencia de amor y muerte donde, en definitiva puede ver y verse. En esta obra es donde la postura de género es deliberadamente menos alusiva, más manifiesta y provocativa. Entre el comienzo edulcorado y el final sangriento, Fotonovela cuestiona la noción de lo romántico alimentada por los medios de comunicación masiva y, el rol sumiso o perverso que habitualmente se reserva a las mujeres.
Al caracterizar a las criaturas que pueblan su muestra, Zorreguieta las define como “hambrientas y emocionalmente carentes”. Y toma el título de un libro de Carson McCullers, El Corazón es un Cazador Solitario, como emblema de esas hambrunas, de esas carencias. La elección no es casual. Tanto McCullers como el grueso de escritoras sureñas norteamericanas, enfrentadas a un mundo misógino, racista y conservador, produjeron por primera vez una literatura sobre la mujer a partir de la mirada de la mujer. Son obras casi siempre atravesadas por un hálito trágico donde el personaje central, femenino, es víctima de un entorno de hostil sometimiento. El corazón, como cazador solitario, establece una lucha asimétrica que en un plano mucho más simbólico es también el tono desafiante, incluso desde lo desagradable, que asume Zorreguieta. Este cambio de paradigma es común a todas las artes visuales, un terreno donde hasta hace pocas décadas la imagen de la mujer era una imagen construida por el hombre. En Notes on Women`s Cinema, considerado un texto fundante del ensayo feminista, la inglesa Claire Johnston señalaba todavía en 1973: “En un cine dominado por el hombre y la ideología sexista, la mujer es presentada como representación. Se pone énfasis en ella como espectáculo, pero la mujer como mujer está ausente”. Y es precisamente Fotonovela el trabajo de Zorreguieta que más claramente expone esa situación. El desenlace gore, como señala la artista, inevitablemente se vincula a toda la sangre y a todas las heridas que circulan por su obra. Establecen el punto de inflexión: de modelo de representación masculina sus criaturas se vuelven actoras donde las heridas que exhiben son un replegarse a la interioridad femenina, en busca de su identidad.
‘En mi trabajo de video los personajes ansían algo que no llega o están en duelo frente a algo hace tiempo perdido. En cualquier caso, parecen suspendidos en una melancolía llena de ausencia, girando en torno a sí mismos, en un limbo de desdicha inconclusa. Estos videos contrastan de modo abrupto con mis obras de técnica mixta. Mientras los primeros emanan una poesía evocativa, las últimas, con su corporeidad orgánica, encarnan una presencia visceral y masiva. La polarización nacida de este contraste marca profundamente mi labor artística reciente. En su raíz podemos sentir la lucha por negociar los instintos ambivalentes propia de la experiencia humana. Un quiebre no resuelto en la identidad.’
La serie de Monstruos, en la que ha venido trabajando desde hace varios años, es dramáticamente expresiva de esa ambivalencia que la propia artista vive como una condición no resuelta de lo humano. Realizados en cerámica y acrílico, los monstruos semejan tripas o reptiles que terminan en atroces dentaduras. Salvo Herida autoprovocada, donde está devorándose a sí mismo, casi siempre se trata de parejas, a veces en franco y feroz combate, otras marcadas por la imposibilidad de contacto alguno. En el caso de su reciente conjunto de siameses cada par es uno: condenados a co-existir en un mismo cuerpo, están materialmente incomunicados. Sus bocas nunca se encuentran, ni para besarse ni para devorarse. La impotente ferocidad es angustiante clamor. La soledad es absoluta, aun en, o acaso acentuada por, la obligada convivencia. En otro conjunto, que tituló Yin-Yang, muestra en cambio una doble, feroz deglución. En el pensamiento oriental, el Yin y el Yang es oposición e integración de los contrarios en la perfecta armonía de la circularidad. La mirada de Zorreguieta, tan distinta, posiblemente nos esté dando una pista de esa clave que una vez más nos remite a una ambigua y nunca resuelta “negociación” con el dolor y que visceralmente atraviesa toda su obra.
Jorge Glusberg, ex director del Museo Nacional de Bellas Artes ha caracterizado la obra de Zorreguieta como inserta en el Neoconceptualismo característico de los `90, aunque quizás en su caso habría que hablar de un neoconceptualismo impregnado por una fuerte carga expresionista. Sin embargo, el carácter auterroferencial de su labor, ese permanente repliegue y buceo en su interior y esa casi certeza de que la vida posiblemente no sea otra cosa que un duelo solitario entre nosotros y las persistentes heridas sin curar, que como un hilo de sangre va enhebrando una obra tras otra, hace que su producción sea difícil de ubicar en una tendencia definida del arte contemporáneo. Quizás tampoco importe demasiado, ya que los nutrientes que disparan su imaginación creadora son producto de un diálogo persistente entre ese gran interrogante existencial y su espíritu abierto a las distintas motivaciones expresivas que su propio entorno cotidiano le depara.
Buenos Aires, 2005
Alberto Giudici (Buenos Aires, 1941).
Cineasta, crítico de arte y curador. Desde inicios de los 70 colabora en numerosas publicaciones argentinas. Actualmente, es crítico de arte del suplemento cultural del diario Clarín de Buenos Aires. En 2002 fue curador de la muestra Arte y Política en los ´60, galadornada por la Asociación de Críticos de Arte de la Argentina como la Mejor Muestra Colectiva del Año, en tanto el catálogo recibió el Premio al Mejor Trabajo de Investigación. Su más reciente labor curatorial ha sido para la muestra Hay que comer, del pintor Carlos Alonso, realizada en el IVAM, Valencia, España (marzo-abril 2005).